Sunday, March 28, 2010

Una selva / varias selvas I

Los pasos perdidos

“Cuando llegados a Puerto Anunciación –a la ciudad húmeda, siempre asediada por vegetaciones a las que se libraba, desde hacía centenares de años, una guerra sin ventajas– comprendí que habíamos dejado atrás las Tierras del Caballo para entrar en las Tierras del Perro. Ahí, detrás de los últimos tejados, se erguían los primeros árboles de la selva aún distante, sus avanzadas, sus centinelas soberbios, más obeliscos que árboles, todavía esparcidos, alejados unos de otros, sobre la vastedad fragosa del arcabuco enrevesado de maniguas, cuya rastrera feracidad borraba los senderos en una noche. Nada tenía que hacer el caballo en un mundo ya sin caminos. Y más allá de la verde masa que cerraba los rumbos del sur, las veredas y picas se hundían bajo un tal peso de ramas que no admitían el paso de un jinete. El Perro, en cambio, cuyos ojos estaban a la altura de las rodillas del hombre, veía cuanto se ocultaba al pie de las malangas engañosas, en la oquedad de los troncos caídos, entre las hojas podridas; el Perro de hocico tenso, de olfato agudo, en cuyo lomo se escribía el peligro en signos de pelo erizado, había mantenido, a través del tiempo, los términos de su alianza primera con el Hombre. Porque era ya un pacto el que ligaba aquí al Perro con el Hombre: un mutuo complemento de poderes, que les hacía trabajar en hermandad. El Perro aportaba los sentimientos que su compañero de caza tenía atrofiados, los ojos de su nariz, su andar en cuatro patas, su socorrido aspecto de animal entre los otros animales, a cambio del espíritu de empresa, de las armas, del remo, de la verticalidad, que el otro maniobraba. El Perro era el único ser que compartía con el Hombre los beneficios del fuego, arrogándose, en este acercamiento a Prometeo, el derecho de tomar el partido del Hombre en cualquier guerra librada al Animal. "


“Cubriendo territorios inmensos –me explicaba–,
encerrando montañas, abismos, tesoros, pueblos errantes, vestigios de civilizaciones desaparecidas, la selva era, sin embargo, un mundo compacto entero, que alimentaba su fauna y sus hombres, modelaba sus propias nubes, armaba sus meteoros, elaboraba sus lluvias: nación escondida, mapa en clave, vasto país vegetal de muy pocas puertas. «Algo así como el Arca de Noé, donde cupieron todos los animales de la tierra, pero sólo tenía una puerta pequeña», acotó el hombrecito. Para penetrar en ese mundo, el Adelantado había tenido que conseguirse las llaves de secretas entradas; sólo él conocía cierto paso entre dos troncos, único en cincuenta leguas, que conducía a una angosta escalinata de lajas por la que podía descenderse al vasto misterio de los grandes barroquismos telúricos. Sólo él sabía dónde estaba la pasarela de bejucos que permitía andar por debajo de la cascada, la poterna de hojarasca, el paso por la caverna de los petroglifos, la ensenada oculta, que conducían a los corredores practicables. Él descifraba el código de las ramas dobladas, de las incisiones en las cortezas, de la rama-no-caída-sino-colocada. Desaparecía durante muchos meses, y cuando menos se le recordaba surgía por un boquete abierto en la muralla vegetal, trayendo cosas. Era, alguna vez, un cargamento de mariposas, o pieles de lagartos, sacos llenos de plumas de garza, pájaros vivos que silbaban de extraña manera, o piezas de alfarería antropomorfa, enseres líricos, cesterías raras, que podían interesar a algún forastero. Cierta vez había reaparecido, tras de una larga ausencia, seguido por veinte indios que traían orquídeas.”

“El amanecer de la selva es mucho men
os hermoso, si en colores pensamos, que el crepúsculo. Sobre un suelo que exhala una humedad milenaria, sobre el agua que divide las tierras, sobre una vegetación que se envuelve en neblinas, el amanecer se insinúa con grisallas de lluvia, en una claridad indecisa que nunca parece augurar un día despejado. Habrá que esperar varias horas antes de que el sol, alto ya, liberado por las copas, pueda arrojar un rayo de franca luz por sobre las infinitas arboledas. Y, sin embargo, el amanecer de la selva renueva siempre el júbilo entrañado, atávico, llevado en venas propias, de ancestros que, durante milenios, vieron en cada madrugada el término en sus espantos nocturnos, el retroceso de los rugidos, el despeje de las sombras, la confusión de los espectros, el deslinde de lo malévolo. (...) Como el agua, salida de su cauce, anegaba inmensas porciones de tierra, ciertos árboles retorcidos, de lianas hundidas en el légamo, tenían algo de naves ancladas, en tanto que otros troncos, de un rojo dorado, se alargaban en espejismos de profundidad, y los de antiquísimas selvas muertas, blanquecinos, más mármol que madera, emergían como los obeliscos cimeros de una ciudad abismada. Detrás de los sujetos identificables, de los morichales, de los bambúes, de los anónimos sarmientos orilleros, era la vegetación feraz, entretejida, trabada en intríngulis de bejucos, de matas, de enredaderas, de garfios, de matapalos, que, a veces, rompía a empellones el pardo cuero de una danta, en busca de un caño donde refrescar la trompa. Centenares de garzas, empinadas en sus patas, hundiendo el cuello entre las alas, estiraban el pico a la vera de los lagunatos, cuando no redondeaba la giba algún garzón malhumorado, caído del cielo. De pronto, una empinada ramazón se tornasolaba en el alborozo de un graznante vuelo de guacamayos, que arrojaban pinceladas violentas sobre la acre sombra de abajo, donde las especies estaban empeñadas en una milenaria lucha por treparse unas sobre otras, ascender, salir a la luz, alcanzar el sol. El desmedido estiramiento de ciertas palmeras escuálidas, el despunte de ciertas maderas que sólo lograban asomar una hoja, arriba, luego de haber sorbido la savia de varios troncos, eran fases diversas de una batalla vertical de cada instante, dominada señeramente por los árboles más grandes que yo hubiera visto jamás. Árboles que dejaban muy abajo, como gente rastreante, a las plantas más espigadas por las penumbras, y se abrían en cielo despejado, por encima de toda lucha, armando con sus ramas unos boscajes aéreos, irreales, como suspendidos en el espacio, de los que colgaban musgos transparentes, semejantes a encajes lacerados. A veces, luego de varios siglos de vida, uno de esos árboles perdía las hojas, secaba sus líquenes, apagaba sus orquídeas. Las maderas le encanecían, tomando consistencia de granito rosa y quedaba erguido, con su ramazón monumental en silenciosa desnudez, revelando las leyes de una arquitectura casi mineral, que tenía simetrías, ritmos, equilibrios, de cristalizaciones."

Los pasos perdidos - Alejo Carpentier (extractos)



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